La vida es más sencilla de lo que parece. Simplemente te da lo que tú decides poner en juego. Ni más ni menos. Observa cómo vives. Pon atención. A tu alrededor sólo hay personas, y situaciones, que confirman aquello que piensas. De ti. De los otros. Del mundo. De la vida. Me gusta creer que la vida es un juego. No hay que tomarla tan en serio. Es simple, divertida, impredecible, emocionante. A veces justa, invariablemente triste. Llena de azar. Repleta de errores y de varios reinicios. Como el futbol. Tan popular precisamente por su similitud con la vida misma. Hace unas semanas, la vida gritó con fuerza que observe lo que le doy, porque es lo que me regresa. No es la primera vez que lo hace, simplemente esta vez puse atención. Todo sucedió gracias al futbol.
Todavía ni empezaba el partido y ya no teníamos balón. Eli lo voló. No, Eli disparó. El portero, fiel a su condición de guardameta, hizo lo imposible por sacar el tiro. Era calentamiento. Bien pudo dejar pasar el disparo, no quiso. Nuestra versión de Memo Ochoa entrometió su mano entre la red y la bola, y ésta, caprichosa como ella sola, tomó un efecto extraño y se fue al otro lado. “Uy joven, si no va alguien rápido por el balón se los van a robar”, me dijo amablemente el árbitro.
No era un augurio difícil de efectuar. Nuestro balón era nuevo. Era el del Mundial. La emoción de jugar mi propia versión de Rusia 2018, en una cancha de futbol 7 al sur de la ciudad, se desvaneció antes de comenzar. Quería jugar mi propia versión de la batalla de Luzhniki. El rival no parecía Alemania ni en el uniforme; en las gradas no había más de cinco personas; y no tenemos ningún jugador parecido al Chucky. Qué más da, el futbol es un juego y en todo juego la imaginación es primordial. Mi primo, no sé si por responsable, o ávido de imaginar su propio sueño Mundialista, se fue corriendo en busca del tesoro perdido. Más bien volado. Nos dejó en desventaja numérica. Por responsable no se fue.
Comenzamos a jugar con un balón común y corriente, símil al partido. Fallas por doquier. Cansancio en cada esquina. Faltas mal señaladas. Goles inverosímiles. Todo conforme a lo esperado. Sólo faltaba el balón. Finalmente, mi primo regresó. Lo hizo al medio tiempo. Volvió con las manos vacías. El sueño de protagonizar nuestro propio Mundial —incluso jugamos con la playera de México – se había esfumado por completo. “Ni modo. Ojalá lo usen que para eso se compró. Ya conseguiremos otro”, dijo mi primo, muy seguro de sí mismo. El partido lo perdimos. En penales. Y nos quedamos sin balón. Contrario a lo que creí pasaría, nadie se enojó.
Ocho días después, con un balón desinflado para evitar cualquier tribulación, volvimos a la cancha. Ganamos. Cuando estábamos por irnos, sucedió algo hasta hoy inexplicable. De la nada, entre dos coches mal estacionados y un charco lleno de tierra, llegó rodando un balón. Estaba sucio. Estaba usado. Estaba inflado. Era el del Mundial. Mi primo y yo nos volteamos a ver. Acto reflejo alzamos la vista esperando la llegada del dueño. Nadie a la vista. Nos quedamos quietos, con un cachito de Rusia 2018 en las manos, esperando al propietario de su propio sueño. Pasó una niña. Un señor. Dos perros. Un equipo completo. Ninguno lo reclamó.
Sin prisa, pero sin pausa, emprendimos el camino rumbo a la salida. Esperaba, en el trayecto hacia el auto, que apareciera el dueño. No apareció. Ahí comprendí que no somos dueños de nada. Si ni siquiera tenemos la existencia asegurada, nada de lo que creemos tener nos pertenece. Todo va y viene. Y en ese instante, sin siquiera pedirlo, recibimos un balón.
El futbol está lleno de misterios. La vida está llena de misterios. Pudimos no haber comprado el balón. Nuestra versión de Memo Ochoa pudo dejar pasar la pelota. Pudimos habernos enojado por la injusticia del robo insospechado. Pudimos haber pasado cinco minutos antes, o después, entre los coches mal estacionados. Nada de eso pasó. El misterio del balón que volvió. Que perdido una semana atrás, regresó así, sin más. Sin deseos, ni reclamos, ni reproches, mucho menos expectativas.
La vida es más sencilla de lo que parece. Ahora cada patada al balón, me hace pensar en aquello que doy, porque invariablemente vuelve. Cada que veo un balón por los aires, me alerta a disfrutar lo que hoy tengo, porque mañana tal vez vuele lejos. Cada tiro a gol, me hace recordar que aquello que pienso, surge. Todo lo que surge, inevitablemente desaparece. Que la vida simplemente regresa lo que le das desinteresadamente. El sueño de jugar nuestro propio Mundial, sigue vigente.
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