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  • Foto del escritorRoberto Granados

Mi encuentro con el césped del Mundial


Moscú, Rusia. México vs Alemania, Estadio Luzhniki, 17 de junio de 2018

La primera vez que lo vi, pregunté por el pasto. No por los jugadores, ni por los equipos, mucho menos el marcador. El pasto. Y no podía ser de otra forma: el césped en un partido de Mundial es distinto. ¡Se nota hasta en televisión! yo así lo noté, en un televisor de no más de 20 pulgadas, un buen día de 1994. Tenía ocho años. Quedé impactado.


Así comenzó mi historia con el Mundial. Bueno, al menos eso creía. Eso sí, desde aquel día de 1994 que México jugó contra Noruega, ir a un Mundial rondó siempre mi cabeza: sentir la expectación de entrar al estadio; cantar con orgullo el himno nacional; vivir la pasión desbordada a partir del silbatazo inicial. Gritar gol hasta quedarme sin voz. Y claro, observar el pasto. Todo lo imaginé junto a mi papá. Cómo no voy a amar al futbol, si ha sido motivo de entrañable unión con una de mis personas favoritas. Él, quien dejó de lado un boleto para ir a un partido mundialista -México vs Bulgaria, en el Estadio Azteca- allá en 1986, por hacerse presente en mi vida desde el primer día. Ahí sí que comenzó mi historia con la Copa del Mundo. Justo cuando abrí los ojos.


Apenas tenía unas horas de nacido y, acostado desde el cunero, mire a distancia a mi papá. En ese preciso instante, él desconocía que el bebé que lo miró fijamente era su hijo; sin embargo, desde ese momento, en medio de doctores ausentes, felicitaciones (además de que ganó México, era Día del Padre), avenidas cerradas, gritos de ¡México, México! a la distancia, y repeticiones del gol de Negrete, surgió una conexión. Desde el primer segundo, mi papá y el futbol quedaron atados a mi corazón.


Con el andar de los años mi papá me enseñó a vivir. De él aprendí sobre responsabilidad –en más de 30 años no faltó al trabajo un solo día–; con él fui descubriendo lo que implica amor y compromiso –lleva 37 años de feliz matrimonio con mi mamá–; día con día, con sus sonrisas, consejos y su compañía me ayudó a entender lo que amable significa. Amable no es otra cosa que ser fácil de amar. Mi papá es muy amable. Con su ejemplo aprendí a aceptar, esperar y disfrutar. A partir de Betillo, así le digo, viví la empatía. Gracias a él, descubrí el futbol.


En el camino la pelota nos unió. Mi papá iba a verme jugar sin importar nada, no se perdió un solo partido desde que tenía cinco hasta que salí de la Universidad –no conforme con enseñarme de la vida cómo progenitor, también la hizo de entrenador–. Madrugaba, o se desvelaba conmigo, para ver partidos; a veces se quedaba dormido (trabajaba mucho), a mí me bastaba tenerlo a mi lado para sentirme acompañado. Qué decir de las idas al estadio; desde niño me llevó. Las primeras veces me cargaba sobre sus hombros –no me fueran a aplastar– tiempo después me tomaba de la mano –no me fuera a perder– , más adelante corríamos por la rampa, quien llegaba primero decidía el lugar.


Cada cuatro años vivíamos el ritual del Mundial. Mi papá me compraba la playera, me regalaba el balón, se endeudaba comprando la televisión de nueva generación, encendía a tope el sonido surround…y me contaba con detalle la historia del día en que nací. Con cada ciclo mundialista, yo renovaba la ilusión de llevarlo al siguiente. “Un día te voy a llevar al Mundial”, le decía, él se limitaba a abrazarme y comunicarme, con sonrisa incluida, que le bastaba mi presencia y mis buenas intenciones para sentirse cómo en el estadio. Nunca creí que mi debut existencial traería consigo, tres décadas después, el pasaje a la Copa del Mundo.


El pasaje mundialista llegó envuelto en un mail de FIFA, de esos que cimbran fuerte. El organismo rector del futbol mundial eligió mi historia entre miles para cumplir mi sueño: llevar a mi papá al Mundial. Ser invitado a la Copa del Mundo por el mismísimo organizador del evento no lo había imaginado ni en mis mejores sueños, y mis mejores sueños se quedaron muy cortos con lo qué pasó en la realidad. El viaje a Rusia se transformó en la aventura más esperada, emocionante, abrumadora, divertida, apasionante, sorprendente, emotiva y espectacular que he vivido, hasta ahora.


Grité en cada estadio hasta quedarme afónico; lloré con el himno nacional; hice amigos en el metro de Moscú; aprendí en Rostov, platicando a señas con los amables rusos, que el idioma universal es sonreír y abrir el corazón; entendí, en Ekaterimburgo, con un pie en Asia y otro en Europa, que las fronteras no son más que un mero recordatorio del espacio que nos une. Experimenté la inigualable sensación de unión entre seres humanos, la emoción de sentir que todos somos hermanos.


Bailar con los iraníes, cantar con los marroquíes, gritar con los franceses, platicar con los peruanos, debatir de futbol con un hindú, ser ayudado por los rusos, ayudar a los australianos, ser entrevistado por un argentino, aprender de los suizos, brindar con los alemanes, festejar con los colombianos, aplaudir con los islandeses, saludar a los coreanos, brincar con los suecos, abrazar a los mexicanos. Compartir con amigos entrañables…gritar gol con mi papá.


Para qué es la vida, sino para perseguir los sueños y hacer lo que te hace feliz. Y a mí, poder ver sin filtro alguno, salvo el de mis ojos, cómo rueda el balón sobre la imponente hierba mundialista me ilusionaba –me sigue ilusionando – desde hace mucho, mucho tiempo. Desde aquel buen día de 1994, ocho años después de que mi viejo comenzara su propia ilusión: la de ser padre por segunda vez, y la de comenzar a imaginar, pues nunca creyó que se hiciera realidad, cómo es vivir un Mundial dentro del estadio.


FIFA es responsable de ayudarme a escribir una historia que recordaré hasta que deje de existir. Si bien la evidencia dice que yo llevé a mi papá a la Copa del Mundo, la realidad es distinta, pues nada habría sido posible sin el cariño, compañía, atención y empatía que mi papá me ofreció desinteresadamente desde que nos conocimos…él, con su amor incondicional, fue quién me llevó. Esta vez no me cargó sobre sus hombros, ni me tomó de la mano, tampoco corrimos. Llegamos al Estadio Mundialista de Luzhniki caminando codo a codo, como amigos, como compañeros de ruta, como padre e hijo.


Entramos al estadio en silencio. Suficiente ruido en el ambiente, y en nuestro corazón, cómo para añadir palabras. Así, en silencio, como imagino lo habré hecho 32 años antes, en un cunero de la Ciudad de México, voltée a verlo. En medio de aficionados expectantes, felicitaciones (era Día del Padre), avenidas moscovitas cerradas y gritos de ¡México, México! a nuestro alrededor, surgió otra conexión. Qué alegría compartir con mi compañero de ruta favorito; qué bendición abrazarlo todos los días; qué fortuna expresarle lo mucho que lo quiero…qué fortuna quererlo; qué privilegio ser su hijo; qué regalo aprender de él.


Y ahí, en las gradas del Luzhniki, con un nudo en la garganta y el césped mundialista como testigo del vínculo más honesto que tengo, agradecí. Nadie lo sabía, pero mi encuentro con el pasto mundialista quedó marcado desde la primera vez que lo vi, a mi papá. Mi amable papá.


Mi papá y yo.
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