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  • Foto del escritorRoberto Granados

La maestría de vivir como perro


Ringo, 2007

Los perros son grandes maestros. La primera vez que dije eso, causó risa. La respuesta obvia era que mencionara a mis papás. O alguna figura significativa. Pero no. Mi respuesta fue genuina. Perruna. La realidad es que los perros me han dado una de las lecciones de vida que más atesoro: para vivir con alegría, nobleza y paz, hay que vivir como perro. Quién sino un cocker spaniel inglés, amoroso y divertido como pocos, me iba a enseñar tan noble verdad.


Ringo llegó cuando yo tenía doce años. Su abrupto arribo a mi vida sucedió un seis de enero. Ringo apareció dentro de una caja blanca. De esas para guardar archivos. Antes de conocerlo, lo escuché llorar. Lloraba mucho. Y cómo no iba a hacerlo. A quién le gustaría ser presentado en sociedad dentro de una caja con un “Cuentas por pagar-septiembre 1998” de letrero.


Desde el día uno, Ringo se convirtió en mi maestro. Primera lección: persistencia. No me gustaban los perros, y tenerlo en casa todos los días no hacía más que incomodarme. A Ringo poco le importó. Cada que me veía, brincaba con todas sus fuerzas para hacerse presente. Si yo me emocionaba, compartía mi felicidad con una pelota en el hocico y un movimiento rápido de cola. Si me sentía mal, se acostaba a mi lado hasta el final. No pasó mucho tiempo para que lo adoptara de verdad.


No conforme con enseñarme el camino de dar sin esperar nada a cambio, Ringo siguió dándome lecciones. Paciencia, que podía pasar todo un día junto al sillón, a la espera de ver a mi papá cruzar la puerta. Alegría, que le bastaba un globo a medio inflar para mover la cola sin parar. Autenticidad, jamás se apenó por avisarle a todos los vecinos -tenía un sonoro ladrido- cada que salía a pasear.


Ringo me enseñó de amor. Y con él aprendí que los perros aman porque sí. Y lo hacen todos los días. Fieles a su condición de abrir siempre el corazón, los perros disfrutan cada momento como si fuera el único. Un paseo. La hora de comer. Correr en el parque. La hora de dormir. El instante al despertar. Tal vez por eso su existencia, a ojos humanos, es de tan corto andar. Sí, reducida en términos de tiempo, medida obsesivamente humana; sin embargo, rica en disfrute y alegría, verdaderos placeres de la vida.


Disfrutar la vida. Ringo sí que lo hacía. Brincar en los charcos. Perseguir un globo. Cazar a una mosca. Esconder su perrito de peluche. Dormir con mis papás. Dormir con mi hermana. Dormir conmigo. Dormir. Escuchar música. Tranquilizarse al ritmo de Radiohead y alocarse con Las Mañanitas (le gustaban los cumpleaños). Ladrarle al árbol de Navidad. Aferrarse a vivir. Que eran tantas sus ganas de seguir que hizo hasta lo imposible por mantenerse despierto. Y vaya que se aferró. Pero en su infinita sabiduría, Ringo supo cuándo partir. Y con su partida su más grande lección.


Así como llegó, se fue. Luego de mirar con profundo detenimiento a mi papá, a mi mamá, a mi hermana y a mí —no hay forma más amorosa de honrar y agradecer a otro que mirándolo a los ojos: te veo, te reconozco, te respeto, te amo – Ringo Granados cerró los ojos para nunca más volverlos a abrir. Atrás sólo dejó un collar, su rincón favorito junto al sillón, una cobija azul, una cama roja, un perrito de peluche y una pechera. Nada más. Nada de deudas. Nada de ropa. Nada de tarjetas de crédito, ni cuentas en Gmail y Facebook. Nada de enmiendas por hacer o personas qué perdonar. No se necesita mucho para vivir. Lo verdaderamente importante ni siquiera tiene forma: persistencia, paciencia, alegría, autenticidad. Amar, agradecer y disfrutar.


Los trece años que viví junto a Ringo me abrieron los ojos a un mundo que desconocía. A partir de él aprendí lo que realmente significa comunicarse con el corazón. Que no hace falta un lenguaje articulado (complejo y enredado) para darse a entender. A él le bastaba un ligero movimiento de la cola, la intensidad de un ladrido o el poder de una mirada para transmitir mensajes que, como humanidad, ya quisiéramos expresar con tal facilidad: Te extrañé. Me gusta tu presencia. Gracias. Te amo.


Los perros dan amor. Y del bueno. Del incondicional. Ese que escasea entre los humanos. Reto a cualquiera a que nombre a otro ser vivo, humano, capaz de amar todos los días sin dudar, sin reclamar, sin exigir, y sin condicionar una sola vez a lo largo de su existencia.


Así, Ringo me enseñó de la vida. De la muerte. Y del amor por los animales. Jamás pensé que en la caja blanca proveniente de un despacho contable encontraría un amigo entrañable. En ningún momento imaginé que mi mayor regalo en día de Reyes traería magia de verdad. Nunca creí que un perro se volvería mi maestro. Es más, ni siquiera había caído en la cuenta que ya tengo una maestría, la de vivir como perro. Qué alegría descubrir que varias de las lecciones más grandes de vida vienen en cuatro patas. A un ladrido de distancia.

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