
Todos hemos soñado con tener superpoderes. La velocidad de Flash, la fuerza de Hulk, volar como Superman o manipular el tiempo como Dr. Strange. Nuestras fijaciones suprahumanas tienen un origen claro: los cómics y las películas. Al enfocarnos en los relatos surgidos del papel y recreados en la pantalla grande, nos hemos olvidado de voltear a una singular fuente de inspiración y poder ilimitado: el alfabeto.
En 27 letras se encuentran mil y un combinaciones que, en forma de palabras, ostentan todo tipo de poderes. Las hay de toda clase. Algunas traen consigo inmortalidad, como amar, agradecer, perdonar, aceptar. Otras son maestras del engaño, pero atraen a unos cuantos, como odiar, despreciar, juzgar o vengar. Si de viajar en el tiempo se trata, nada mejor que extrañar, anhelar o prometer. O qué decir del poder de vivir en el presente —tan poco valorado y entendido que ningún superhéroe lo tiene— como viajar, observar, meditar o respirar.
El poder del lenguaje es infinito, y dentro de su vasto universo hay una palabra muy particular: dejar. Esa es camaleónica. Dejar. Su poder es ambivalente y radica en los extremos: dejar es permitir, y también es rechazar. Cuando permite, abre; cuando rechaza, cierra. Oportunidades. Relaciones. Trabajos. Vicios. Pasiones. Sueños. Creencias. Miedos. Anhelos. Dejar permite abrir y cerrar ciclos. Ya quisiera Batman.
Dejar. Una palabra que en sí misma encierra el misterio de nuestra existencia. Dejar le abre paso a la vida, o a la muerte. No se necesita dejar de respirar para estar muerto. En cambio, sí se necesita dejar para comenzar a vivir. Por ejemplo: dejar de juzgar. A los deprimidos. A los que se atreven. A los violentos. A los cursis. A los alcohólicos. A los siempre sonrientes. A los diferentes. A los corruptos. A los exitosos. A los negativos. A los positivos. Todo en la vida es un espejo. Juzgar es dejar (ves que es camaelónica) que lo de afuera se apodere de tu vida, sin observar que es imposible juzgar lo irreconocible. Ya lo dijo Terencio: «nada de lo humano me es ajeno».
Dejar ayuda a reinventarse. Uno puede reinventarse si deja de quejarse. Del calor. De la lluvia. Del tráfico. Del ruido. De los políticos. De los vecinos. De la injusticia. Del trabajo. De las deudas. De los hijos. De la soledad. Del insomnio. De tus defectos. De tu pasado. De ti mismo. Valiente, lo que se dice valiente, quien se responsabiliza de su libertad y asume sus consecuencias, sin justificaciones. La vida es muy corta como para andarnos quejando de todo lo que nos sucede.
Dejar permite encontrar la inocencia, que no es ingenuidad. La inocencia no es otra cosa que dejar sorprenderse. Por la sonrisa de un extraño. La gracia de un cisne. El resplandor de un relámpago. La sobriedad de Rothko. La locura de Duchamp. La imaginación de Spielberg. La inteligencia de Ada Lovelace. Los versos de Borges. La elegancia de Federer. La compasión de Gandhi. Las luces de París. Lo verde del pasto. El olor a tierra mojada. El ladrido de tu perro. El abrazo de tu madre. Que puede ya no estar, pero su recuerdo, imborrable, vive por la eternidad. Solo el amor es eterno.
Dejar labra nuevos caminos: dejarse ayudar, trae consigo humildad; dejarse amar, y aparece la plenitud; dejar de comparar, llena de paz; dejar de fumar, recupera la salud; dejar de exigirse, ofrece libertad; dejar de mentir, da paso a la verdad; dejar ir, reconcilia; dejarse sentir, le da entrada a la vulnerabilidad. Dejar vivir y dejar morir, eso es sabiduría. Nada más sabio que aceptar. Contratiempos. Fracasos. Traiciones. Coincidencias. Errores. Aceptar la vida. Aceptar la realidad. Que a la realidad poco le importa tu opinión.
La próxima vez que te imagines poderoso, olvida por un momento a los Avengers y recuerda el alfabeto: D-E-J-A-R. Tres consonantes y dos vocales son suficientes para reinventarse. Sí, volar, manipular el tiempo, tener velocidad extrema o fuerza infinita suena muy atractivo y emocionante, pero de poco y nada sirven en esta vida si no podemos abrir y cerrar ciclos. Y ese poder está al alcance de una palabra.
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